viernes, 20 de noviembre de 2020

Podría ser peor

Esta es una historia corta que nació originalmente en el mundo del rol literario. Era parte del pasado de uno de mis personajes, Tristan, un pequeño Gryffindor con la capacidad de siempre (o casi siempre) ver el vaso medio lleno. Decidí editar algunos detalles y mandar la historia a un concurso. No gané, obviamente. Pero no todo en la vida es ganar (dice el Slytherin de naturaleza competitiva, ja) e igual quería compartir esto con ustedes. Si escuchan Better de Meghan Trainor antes o mientras leen, se van a poder aclimatar un poco mejor a la historia, creo que es una buena banda sonora.

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Podría ser peor

 

Me duele la panza y tengo hambre. Ya son más de las ocho y aún no he ingerido nada desde el almuerzo. En la heladera no hay nada que pueda comer, solo dos huevos, un tomate con moho y un cartón de leche que, según la fecha de vencimiento, debería estar en el tacho de basura hace ya varios días. Podría cortar el tomate a la mitad y quedarme con la parte que aparentemente está sana, ponerle sal y darle algunos mordiscos. Pero tengo miedo de que, aunque el moho se encuentre solo de una parte, todo el tomate esté feo y luego vaya a hacerme mal.

Sé que andamos cortos de dinero, no hay que ser ningún genio para darse cuenta; pero, quizá, si papá no comprara tanta cerveza…

Sé que no debo mencionarlo. Todavía me duele la mejilla de la última vez que me pegó por decirle algo así. Se me escapó, juro que no era mi intención. A veces creo que debería quedarme callado la boca y no decir lo que se me pasa por la cabeza, incluso aunque en el fondo sepa que tengo razón. Si mamá todavía estuviera viva…

Suspiro y trato de no pensar en ella mientras me bajo de la mesada. He intentado trepar para ver si hay algo en la alacena, pero solo he dado con latas que no sé cómo abrir y que, de todos modos, contienen cosas que no podría comer sin prepararlas antes. Soy consciente de que, tal vez, debería aprender a cocinar. Pero no me animo. Tengo miedo de un día hacer algún desastre y que papá se enoje conmigo. No le gusta el desorden en la cocina, pero no parece importarle dejar toda la sala sucia, sobre todo cuando se queda viendo la televisión hasta tarde en el sillón.

lunes, 9 de noviembre de 2020

Bang, estás muerta (Parte II)

 

CAPÍTULO 1

Bang, estás muerta

 

II


Photo by Eilis Garvey on Unsplash

Nicolás Anderson observó a través de la ventanilla la tranqui­lidad de las calles que llevaba casi más de dos meses sin ver. Todo seguía exactamente igual a como lo había dejado. Las casas se­guían siendo igual de enormes y ostentosas, los jardines seguían estando cuidados con dedicación obsesiva y las personas seguían siendo igual de hipócritas. Amas de casa sonrientes que salían a tirar la basura, esposos devotos que lavaban sus autos lujosos. Escenas que transmitían una sensación de perfección que en rea­lidad no existía.

—Vamos a tener que hablar en algún momento, Nico.

Sabía que su padre lo observaba a través del espejo retrovisor, pero no se molestó en devolverle el gesto. Vio pasar a un grupo de niños que iban en bicicleta en la dirección contraria y se pre­guntó en qué momento su vida se había vuelto tan complicada. Recordó las veces en las que había deseado crecer y no pudo evitar sentirse estúpido. Si a los seis años hubiera sabido el tipo de problemas con los que se encontraría a los dieciséis, habría deseado ser un niño por siempre.

Ricardo le dijo algo más, pero a Nico lo distrajo la vibración de su celular. Sacó el aparato del bolsillo delantero de sus jeans desgastados y observó el nombre en la pantalla. Caro. Dudó unos segundos, pero rechazó la llamada por tercera vez en lo que iba del día y volvió a guardar el teléfono en el bolsillo. Sabía a la per­fección que Carolina iba a seguir tratando de comunicarse con él hasta que por fin lo lograra, por lo que no tenía sentido alguno seguir evitándola. Pero solo tenía fuerzas para lidiar con un pro­blema a la vez y su novia no encabezaba su lista de prioridades.

El auto se detuvo frente al n.º 1992 de la calle Ceibo y Nico abrió la puerta casi de inmediato. Su presencia llamó la aten­ción de Betina Ocampo, la vecina de enfrente, que había senti­do muchísima curiosidad por el paradero del hijo menor de los Anderson durante los últimos dos meses. Físicamente no había cambiado demasiado: salvo por el cabello oscuro, que ahora le rozaba los hombros, y la barba de un par de días, seguía igual. Su lenguaje corporal, sin embargo, era otro. Y Betina lo notó en la forma en que se negó a que su padre retirara su equipaje del baúl del auto por él.