CAPÍTULO 1
Bang, estás muerta
II
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—Vamos a tener que hablar en algún momento,
Nico.
Sabía que su padre lo observaba a través
del espejo retrovisor, pero no se molestó en devolverle el gesto. Vio pasar a
un grupo de niños que iban en bicicleta en la dirección contraria y se preguntó
en qué momento su vida se había vuelto tan complicada. Recordó las veces en las
que había deseado crecer y no pudo evitar sentirse estúpido. Si a los seis años
hubiera sabido el tipo de problemas con los que se encontraría a los dieciséis,
habría deseado ser un niño por siempre.
Ricardo le dijo algo más, pero a Nico lo
distrajo la vibración de su celular. Sacó el aparato del bolsillo delantero de
sus jeans desgastados y observó el nombre en la pantalla. Caro. Dudó
unos segundos, pero rechazó la llamada por tercera vez en lo que iba del día y
volvió a guardar el teléfono en el bolsillo. Sabía a la perfección que
Carolina iba a seguir tratando de comunicarse con él hasta que por fin lo
lograra, por lo que no tenía sentido alguno seguir evitándola. Pero solo tenía
fuerzas para lidiar con un problema a la vez y su novia no encabezaba su lista
de prioridades.
El auto se detuvo frente al n.º 1992 de la
calle Ceibo y Nico abrió la puerta casi de inmediato. Su presencia llamó la
atención de Betina Ocampo, la vecina de enfrente, que había sentido muchísima
curiosidad por el paradero del hijo menor de los Anderson durante los últimos
dos meses. Físicamente no había cambiado demasiado: salvo por el cabello
oscuro, que ahora le rozaba los hombros, y la barba de un par de días, seguía
igual. Su lenguaje corporal, sin embargo, era otro. Y Betina lo notó en la
forma en que se negó a que su padre retirara su equipaje del baúl del auto por
él.
—Nicolás.
Su padre lo tomó del brazo e impidió que
avanzara más de un par de pasos sobre la vereda. El chico apretó la mandíbula
mientras se giraba para enfrentar al hombre. Se notaba que estaba molesto;
pero, ante el casi metro noventa de Ricardo Anderson, no pudo evitar
acongojarse un poco. Su padre siempre le había provocado mucho respeto. En
contadas ocasiones, también un poco de miedo.
—No voy a decir nada, si eso es lo que te
preocupa.
—No es eso lo que me preocupa —le respondió
Ricardo. Mentía—. Nada más quiero que estemos bien. Que tu madre esté bien
—agregó, mientras lo soltaba.
—Lo que querés es que no sé dé cuenta de
que algo pasa. Que no se dé cuenta de la clase de…
style="text-align: justify;"—Mirá, pendejo…
Por un momento, el hombre perdió la
compostura. Pareció abalanzarse sobre su hijo como un cazador sobre su presa y Nicolás
se encogió en su lugar. Pero solo por un momento. Si algo caracterizaba a
Ricardo, era que rara vez perdía la compostura. Tardó apenas un segundo en dar
medio paso hacia atrás, aflojar la espalda y observar de reojo a Betina Ocampo,
que estaba ahogando sus begonias por intentar adivinar qué pasaba entre padre
e hijo. Ricardo fingió una sonrisa y le dedicó a su vecina un breve saludo
antes de posar una mano sobre el hombro derecho de su hijo y empujarlo
sutilmente hacia la casa.
—Perdón… —se disculpó Nico, tras tragar
saliva, consciente de que se había pasado de la raya.
—Está bien. Es algo complicado para los
dos. Solo no quiero que tu madre se altere por algo que sucedió y que ya no va
a volver a ocurrir, ¿sí? Te lo prometí cuando te compré el pasaje, Nico. No va
a volver a pasar.
Aquel pequeño recordatorio sobre el valor
de su silencio hizo que a Nicolás se le revolviera el estómago. Había aceptado,
aunque fuese de forma implícita, no delatar a su padre a cambio de un pasaje
de avión a Londres para visitar a sus abuelos, tíos y primos. ¿Era eso lo que
valía su silencio? ¿Lo que valía la lealtad hacia su madre? ¿Treinta mil pesos?
Su padre pareció darse cuenta de que había
dado en la tecla y tomó la valija que su hijo se había negado a cederle minutos
atrás. La subió por los escalones del porche y se detuvo frente a la puerta para
buscar la llave. Nico se quedó dos pasos más atrás, todavía tratando de
encontrar alguna manera de lidiar con esa sensación de traición hacia su madre
que se acrecentaba en su pecho. ¿Cómo iba a ser capaz de mirarla a los ojos
sin que advirtiera que le estaba ocultando algo?
Respiró hondo e ingresó a la casa detrás de
su padre. Dentro de la residencia de los Anderson todo lucía impecable. Las
paredes blancas dejaban en evidencia que por allí no corrían niños pequeños
hacía ya unos buenos años, los muebles no tenían ni una mota de polvo encima y
cada vidrio, cada cristal, relucía con un brillo cegador. Angelina Anderson
siempre había sido una mujer obsesiva de la limpieza y demasiado detallista, al
punto de que solía ir por detrás de su empleada doméstica indicando aquello que
creía que no tenía aún el toque perfecto. La perfección siempre había sido su
objetivo.
Ricardo dejó las llaves sobre una bandeja
negra en la mesa de entrada, junto a unos apuntes de Anatomía olvidados, y se
aflojó la corbata. Pese a que era sábado, Ricardo había estado en la oficina
antes de escaparse para buscar a su hijo al aeropuerto. Como jefe de Marketing
de una de las empresas más importantes de la ciudad, rara vez descansaba los
fines de semana, sobre todo cuando en un par de días se largaría una nueva
campaña publicitaria.
Nico atravesó el comedor para llegar a la
cocina, donde lo recibió su madre. Apenas si acababa de poner un pie dentro de
la habitación cuando la mujer lo estrechó entre sus brazos. Angelina solía
parecer un tanto fría a simple vista, impresión causada quizá debido a su
aspecto siempre tan pulcro, tan perfecto. Aquella mañana, sin embargo, vestía
una blusa suelta y unos jeans, muy alejados de la ropa formal que solía
utilizar para el trabajo. El cabello negro, suelto hasta la mitad de la espalda
en lugar de un tirante rodete, le proporcionaba incluso algo más de calidez.
—Esa barba, Nico. Te tenés que afeitar.
—Fue lo primero que le dijo cuando se alejó unos centímetros y lo tomó del
rostro para observarlo mejor.
—Yo también te extrañé, mamá —sonrió él.
—Supongo que todavía no desayunaste.
Sentate, te hice unas galletas con chips de chocolate. ¿Te hago un té?
¿Café? ¿Chocolatada?
—Té está bien —respondió Nico, mientras se
sentaba a la mesa de la cocina.
Su padre se dirigió hacia la heladera y
sacó una botella de agua fría.
—Yo tengo que volver a la oficina en un
rato, Angie. Creo que voy a almorzar allá. Aguilar está un poco paranoico con
el tema de la campaña.
—Ya sé. Llamó hace un rato. —Angelina puso
la pava eléctrica y se giró hacia su esposo, que se había apoyado en el desayunador
de mármol y tomaba agua directamente de la botella—. Hay un tema con el despido
de Anahí Álvarez, así que tengo que pasar a buscar algunos papeles —le
comunicó, antes de acercarle un vaso.
Nico se tensó en su lugar, pero no dijo
nada.
Su madre trabajaba en la misma empresa que
Ricardo, aunque en el Departamento legal. Carlos Aguilar le había ofrecido el
puesto siete años atrás, durante una cena casual, tras escuchar que Angelina
había decidido abandonar el bufete de su padre. Todos en Campos de Edén y los
alrededores sabían que los Machado eran los mejores abogados del área y que
Angelina, en particular, era una estrella.
Mientras le servía el té con galletas a su
hijo, Angelina comenzó a preguntarle detalles sobre su viaje. Ya conocía la
mayoría de las historias; después de todo, no era como si hubiesen estado
incomunicados durante los últimos dos meses. Mostró particular interés en saber
qué había hecho Nico el 9 de febrero, el día de su cumpleaños número dieciséis.
Él se centró en la cena familiar y le comentó muy por encima la salida con sus
primos. Angelina no lo supo en ese momento, pero Nico ocultaba algo.
—Pero miren lo que trajo el viento…
Nicolás bebió un último sorbo de su taza de
té antes de girar para encontrarse cara a cara con su hermana mayor.
Valeria se acercó con una sonrisa, pero no
lo abrazó, sino que se limitó a darle un beso en el aire.
—Sorry, bro, pero estoy toda
transpirada. Salí a correr. ¿Papá ya se fue? —le preguntó a su madre, mientras
se acercaba a la frutera que descansaba encima del desayunador y se hacía con
una manzana roja.
—Recién. Aguilar lo volvió a llamar.
—Oh. Contaba con que me llevara hasta el
centro.
—Te puedo llevar más tarde. Tengo que ir a
la oficina a buscar unos papeles. ¿No querés una galleta?
—¿Y arruinar mi figura? No, gracias
—sonrió, antes de ir a sentarse frente a su hermano menor—. ¿Seba ya vino?
Nico negó con la cabeza.
Sebastián era su otro hermano, el del
medio. Su relación se había tornado un poco tensa durante los últimos años,
aunque Nico no sabía con exactitud por qué. De los tres, era el que más se
parecía a Ricardo, al menos en cuanto a lo físico. Cabello rubio oscuro, ojos
verdes y tez bronceada. Incluso tenía la altura y el porte. En personalidad,
sin embargo, era un mundo aparte. Bromista, extrovertido, histriónico; todo lo
contrario de su padre. Nico y Valeria, en cambio, eran mucho más parecidos a
su madre.
Todos los sábados desde hacía
aproximadamente un año y medio, Sebastián se juntaba a jugar al fútbol con sus
amigos. Uno hubiera pensado que, quizá, ese día haría una excepción. Después de
todo, era el día en que su hermano regresaba a casa después de pasar dos meses
en otro país. Pero la idea ni siquiera había pasado por la cabeza de Sebastián.
—Creo que me voy a ir a tirar un rato.
Estoy muerto. Por el vuelo —les anunció Nico a su madre y hermana.
Ninguna de las dos se opuso, pese a que su
hermana se moría de ganas por saber qué regalos le había traído su hermanito de
Londres. Ambas entendían que Nicolás estuviera cansado, así que Valeria le
prometió que lo despertaría para el almuerzo y Angelina le dijo que no se
preocupara por subir la valija, que ella se haría cargo luego. Nico suponía que
su madre quería inspeccionar en qué condiciones estaban las prendas que había
llevado antes de poner a lavar todo, incluso lo que ya estaba limpio.
Una vez en su cuarto, Nico se dejó caer
sobre la cama. No cerró los ojos ni intentó conciliar el sueño, sin embargo, sino
que se quedó observando el techo, allí donde solía tener estrellas
fluorescentes que lo iluminaban durante la noche. Cuando era pequeño, eran esas
estrellas las que le permitían dormir. Lo hacían sentirse protegido. Pero
llevaban años en el fondo de alguna caja, dentro de su armario. Un día habían
dejado de tener ese efecto en él. Y ya nada más lo había logrado.
Se pasó las dos manos por el rostro y soltó
un suspiro por lo bajo. No quería pensar en el secreto que le estaba guardando
a su padre. Tampoco quería pensar en el día de su cumpleaños y la salida con
sus primos en Londres.
Se giró hacia un costado y se quedó
observando una fotografía que descansaba en un marco plateado en su mesa de
noche. No debía tener más de seis años en aquella imagen. Por aquel entonces
llevaba el cabello corto y peinado hacia un costado, incluso aunque vestía un short
de baño y acababa de salir de la piscina. A su lado, un niño rubio y
escuálido que le sacaba media cabeza le pasaba un brazo por sobre los hombros.
Con la otra mano enseñaba el pulgar hacia arriba en dirección a la cámara.
Lucas Torres. Junto a él estaba su melliza, Celeste, con el cabello atado en
dos trenzas y una malla rosa. La última persona en la foto era una chica
delgada de cabello negro y ojos celestes, con una malla horrible de color
amarillo. Daniela Castillo. Yo, diez años atrás.
Nico cerró los ojos. Por aquellos días, parecía que a donde fuera que dirigiese la mirada se escondía un secreto.
Franco E. Albrecht
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