lunes, 9 de noviembre de 2020

Bang, estás muerta (Parte II)

 

CAPÍTULO 1

Bang, estás muerta

 

II


Photo by Eilis Garvey on Unsplash

Nicolás Anderson observó a través de la ventanilla la tranqui­lidad de las calles que llevaba casi más de dos meses sin ver. Todo seguía exactamente igual a como lo había dejado. Las casas se­guían siendo igual de enormes y ostentosas, los jardines seguían estando cuidados con dedicación obsesiva y las personas seguían siendo igual de hipócritas. Amas de casa sonrientes que salían a tirar la basura, esposos devotos que lavaban sus autos lujosos. Escenas que transmitían una sensación de perfección que en rea­lidad no existía.

—Vamos a tener que hablar en algún momento, Nico.

Sabía que su padre lo observaba a través del espejo retrovisor, pero no se molestó en devolverle el gesto. Vio pasar a un grupo de niños que iban en bicicleta en la dirección contraria y se pre­guntó en qué momento su vida se había vuelto tan complicada. Recordó las veces en las que había deseado crecer y no pudo evitar sentirse estúpido. Si a los seis años hubiera sabido el tipo de problemas con los que se encontraría a los dieciséis, habría deseado ser un niño por siempre.

Ricardo le dijo algo más, pero a Nico lo distrajo la vibración de su celular. Sacó el aparato del bolsillo delantero de sus jeans desgastados y observó el nombre en la pantalla. Caro. Dudó unos segundos, pero rechazó la llamada por tercera vez en lo que iba del día y volvió a guardar el teléfono en el bolsillo. Sabía a la per­fección que Carolina iba a seguir tratando de comunicarse con él hasta que por fin lo lograra, por lo que no tenía sentido alguno seguir evitándola. Pero solo tenía fuerzas para lidiar con un pro­blema a la vez y su novia no encabezaba su lista de prioridades.

El auto se detuvo frente al n.º 1992 de la calle Ceibo y Nico abrió la puerta casi de inmediato. Su presencia llamó la aten­ción de Betina Ocampo, la vecina de enfrente, que había senti­do muchísima curiosidad por el paradero del hijo menor de los Anderson durante los últimos dos meses. Físicamente no había cambiado demasiado: salvo por el cabello oscuro, que ahora le rozaba los hombros, y la barba de un par de días, seguía igual. Su lenguaje corporal, sin embargo, era otro. Y Betina lo notó en la forma en que se negó a que su padre retirara su equipaje del baúl del auto por él.

—Nicolás.

Su padre lo tomó del brazo e impidió que avanzara más de un par de pasos sobre la vereda. El chico apretó la mandíbula mien­tras se giraba para enfrentar al hombre. Se notaba que estaba molesto; pero, ante el casi metro noventa de Ricardo Anderson, no pudo evitar acongojarse un poco. Su padre siempre le había provocado mucho respeto. En contadas ocasiones, también un poco de miedo.

—No voy a decir nada, si eso es lo que te preocupa.

—No es eso lo que me preocupa —le respondió Ricardo. Mentía—. Nada más quiero que estemos bien. Que tu madre esté bien —agregó, mientras lo soltaba.

—Lo que querés es que no sé dé cuenta de que algo pasa. Que no se dé cuenta de la clase de…

style="text-align: justify;"—Mirá, pendejo…

Por un momento, el hombre perdió la compostura. Pareció abalanzarse sobre su hijo como un cazador sobre su presa y Nicolás se encogió en su lugar. Pero solo por un momento. Si algo caracterizaba a Ricardo, era que rara vez perdía la compos­tura. Tardó apenas un segundo en dar medio paso hacia atrás, aflojar la espalda y observar de reojo a Betina Ocampo, que esta­ba ahogando sus begonias por intentar adivinar qué pasaba entre padre e hijo. Ricardo fingió una sonrisa y le dedicó a su vecina un breve saludo antes de posar una mano sobre el hombro derecho de su hijo y empujarlo sutilmente hacia la casa.

—Perdón… —se disculpó Nico, tras tragar saliva, consciente de que se había pasado de la raya.

—Está bien. Es algo complicado para los dos. Solo no quiero que tu madre se altere por algo que sucedió y que ya no va a vol­ver a ocurrir, ¿sí? Te lo prometí cuando te compré el pasaje, Nico. No va a volver a pasar.

Aquel pequeño recordatorio sobre el valor de su silencio hizo que a Nicolás se le revolviera el estómago. Había aceptado, aun­que fuese de forma implícita, no delatar a su padre a cambio de un pasaje de avión a Londres para visitar a sus abuelos, tíos y primos. ¿Era eso lo que valía su silencio? ¿Lo que valía la lealtad hacia su madre? ¿Treinta mil pesos?

Su padre pareció darse cuenta de que había dado en la tecla y tomó la valija que su hijo se había negado a cederle minutos atrás. La subió por los escalones del porche y se detuvo frente a la puerta para buscar la llave. Nico se quedó dos pasos más atrás, todavía tratando de encontrar alguna manera de lidiar con esa sensación de traición hacia su madre que se acrecentaba en su pe­cho. ¿Cómo iba a ser capaz de mirarla a los ojos sin que advirtiera que le estaba ocultando algo?

Respiró hondo e ingresó a la casa detrás de su padre. Dentro de la residencia de los Anderson todo lucía impecable. Las paredes blancas dejaban en evidencia que por allí no corrían niños pe­queños hacía ya unos buenos años, los muebles no tenían ni una mota de polvo encima y cada vidrio, cada cristal, relucía con un brillo cegador. Angelina Anderson siempre había sido una mujer obsesiva de la limpieza y demasiado detallista, al punto de que solía ir por detrás de su empleada doméstica indicando aquello que creía que no tenía aún el toque perfecto. La perfección siem­pre había sido su objetivo.

Ricardo dejó las llaves sobre una bandeja negra en la mesa de entrada, junto a unos apuntes de Anatomía olvidados, y se aflojó la corbata. Pese a que era sábado, Ricardo había estado en la ofi­cina antes de escaparse para buscar a su hijo al aeropuerto. Como jefe de Marketing de una de las empresas más importantes de la ciudad, rara vez descansaba los fines de semana, sobre todo cuan­do en un par de días se largaría una nueva campaña publicitaria.

Nico atravesó el comedor para llegar a la cocina, donde lo recibió su madre. Apenas si acababa de poner un pie dentro de la habitación cuando la mujer lo estrechó entre sus brazos. Angelina solía parecer un tanto fría a simple vista, impresión causada qui­zá debido a su aspecto siempre tan pulcro, tan perfecto. Aquella mañana, sin embargo, vestía una blusa suelta y unos jeans, muy alejados de la ropa formal que solía utilizar para el trabajo. El cabello negro, suelto hasta la mitad de la espalda en lugar de un tirante rodete, le proporcionaba incluso algo más de calidez.

—Esa barba, Nico. Te tenés que afeitar. —Fue lo primero que le dijo cuando se alejó unos centímetros y lo tomó del rostro para observarlo mejor.

—Yo también te extrañé, mamá —sonrió él.

—Supongo que todavía no desayunaste. Sentate, te hice unas galletas con chips de chocolate. ¿Te hago un té? ¿Café? ¿Chocolatada?

—Té está bien —respondió Nico, mientras se sentaba a la mesa de la cocina.

Su padre se dirigió hacia la heladera y sacó una botella de agua fría.

—Yo tengo que volver a la oficina en un rato, Angie. Creo que voy a almorzar allá. Aguilar está un poco paranoico con el tema de la campaña.

—Ya sé. Llamó hace un rato. —Angelina puso la pava eléctri­ca y se giró hacia su esposo, que se había apoyado en el desayu­nador de mármol y tomaba agua directamente de la botella—. Hay un tema con el despido de Anahí Álvarez, así que tengo que pasar a buscar algunos papeles —le comunicó, antes de acercarle un vaso.

Nico se tensó en su lugar, pero no dijo nada.

Su madre trabajaba en la misma empresa que Ricardo, aun­que en el Departamento legal. Carlos Aguilar le había ofrecido el puesto siete años atrás, durante una cena casual, tras escu­char que Angelina había decidido abandonar el bufete de su pa­dre. Todos en Campos de Edén y los alrededores sabían que los Machado eran los mejores abogados del área y que Angelina, en particular, era una estrella.

Mientras le servía el té con galletas a su hijo, Angelina comen­zó a preguntarle detalles sobre su viaje. Ya conocía la mayoría de las historias; después de todo, no era como si hubiesen estado incomunicados durante los últimos dos meses. Mostró particular interés en saber qué había hecho Nico el 9 de febrero, el día de su cumpleaños número dieciséis. Él se centró en la cena familiar y le comentó muy por encima la salida con sus primos. Angelina no lo supo en ese momento, pero Nico ocultaba algo.

—Pero miren lo que trajo el viento…

Nicolás bebió un último sorbo de su taza de té antes de girar para encontrarse cara a cara con su hermana mayor.

Valeria se acercó con una sonrisa, pero no lo abrazó, sino que se limitó a darle un beso en el aire.

Sorry, bro, pero estoy toda transpirada. Salí a correr. ¿Papá ya se fue? —le preguntó a su madre, mientras se acercaba a la frutera que descansaba encima del desayunador y se hacía con una manzana roja.

—Recién. Aguilar lo volvió a llamar.

—Oh. Contaba con que me llevara hasta el centro.

—Te puedo llevar más tarde. Tengo que ir a la oficina a buscar unos papeles. ¿No querés una galleta?

—¿Y arruinar mi figura? No, gracias —sonrió, antes de ir a sentarse frente a su hermano menor—. ¿Seba ya vino?

Nico negó con la cabeza.

Sebastián era su otro hermano, el del medio. Su relación se había tornado un poco tensa durante los últimos años, aunque Nico no sabía con exactitud por qué. De los tres, era el que más se parecía a Ricardo, al menos en cuanto a lo físico. Cabello ru­bio oscuro, ojos verdes y tez bronceada. Incluso tenía la altura y el porte. En personalidad, sin embargo, era un mundo aparte. Bromista, extrovertido, histriónico; todo lo contrario de su pa­dre. Nico y Valeria, en cambio, eran mucho más parecidos a su madre.

Todos los sábados desde hacía aproximadamente un año y medio, Sebastián se juntaba a jugar al fútbol con sus amigos. Uno hubiera pensado que, quizá, ese día haría una excepción. Después de todo, era el día en que su hermano regresaba a casa después de pasar dos meses en otro país. Pero la idea ni siquiera había pasado por la cabeza de Sebastián.

—Creo que me voy a ir a tirar un rato. Estoy muerto. Por el vuelo —les anunció Nico a su madre y hermana.

Ninguna de las dos se opuso, pese a que su hermana se moría de ganas por saber qué regalos le había traído su hermanito de Londres. Ambas entendían que Nicolás estuviera cansado, así que Valeria le prometió que lo despertaría para el almuerzo y Angelina le dijo que no se preocupara por subir la valija, que ella se haría cargo luego. Nico suponía que su madre quería inspec­cionar en qué condiciones estaban las prendas que había llevado antes de poner a lavar todo, incluso lo que ya estaba limpio.

Una vez en su cuarto, Nico se dejó caer sobre la cama. No cerró los ojos ni intentó conciliar el sueño, sin embargo, sino que se quedó observando el techo, allí donde solía tener estrellas fluorescentes que lo iluminaban durante la noche. Cuando era pequeño, eran esas estrellas las que le permitían dormir. Lo ha­cían sentirse protegido. Pero llevaban años en el fondo de alguna caja, dentro de su armario. Un día habían dejado de tener ese efecto en él. Y ya nada más lo había logrado.

Se pasó las dos manos por el rostro y soltó un suspiro por lo bajo. No quería pensar en el secreto que le estaba guardando a su padre. Tampoco quería pensar en el día de su cumpleaños y la salida con sus primos en Londres.

Se giró hacia un costado y se quedó observando una fotogra­fía que descansaba en un marco plateado en su mesa de noche. No debía tener más de seis años en aquella imagen. Por aquel entonces llevaba el cabello corto y peinado hacia un costado, incluso aunque vestía un short de baño y acababa de salir de la piscina. A su lado, un niño rubio y escuálido que le sacaba media cabeza le pasaba un brazo por sobre los hombros. Con la otra mano enseñaba el pulgar hacia arriba en dirección a la cámara. Lucas Torres. Junto a él estaba su melliza, Celeste, con el cabello atado en dos trenzas y una malla rosa. La última persona en la foto era una chica delgada de cabello negro y ojos celestes, con una malla horrible de color amarillo. Daniela Castillo. Yo, diez años atrás.

Nico cerró los ojos. Por aquellos días, parecía que a donde fuera que dirigiese la mirada se escondía un secreto.

Franco E. Albrecht

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