Esta es una historia corta que nació originalmente en el mundo del rol literario. Era parte del pasado de uno de mis personajes, Tristan, un pequeño Gryffindor con la capacidad de siempre (o casi siempre) ver el vaso medio lleno. Decidí editar algunos detalles y mandar la historia a un concurso. No gané, obviamente. Pero no todo en la vida es ganar (dice el Slytherin de naturaleza competitiva, ja) e igual quería compartir esto con ustedes. Si escuchan Better de Meghan Trainor antes o mientras leen, se van a poder aclimatar un poco mejor a la historia, creo que es una buena banda sonora.
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Me
duele la panza y tengo hambre. Ya son más de las ocho y aún no he ingerido nada
desde el almuerzo. En la heladera no hay nada que pueda comer, solo dos huevos,
un tomate con moho y un cartón de leche que, según la fecha de vencimiento,
debería estar en el tacho de basura hace ya varios días. Podría cortar el
tomate a la mitad y quedarme con la parte que aparentemente está sana, ponerle
sal y darle algunos mordiscos. Pero tengo miedo de que, aunque el moho se
encuentre solo de una parte, todo el tomate esté feo y luego vaya a hacerme
mal.
Sé
que andamos cortos de dinero, no hay que ser ningún genio para darse cuenta;
pero, quizá, si papá no comprara tanta cerveza…
Sé
que no debo mencionarlo. Todavía me duele la mejilla de la última vez que me
pegó por decirle algo así. Se me escapó, juro que no era mi intención. A veces
creo que debería quedarme callado la boca y no decir lo que se me pasa por la
cabeza, incluso aunque en el fondo sepa que tengo razón. Si mamá todavía estuviera
viva…
Suspiro
y trato de no pensar en ella mientras me bajo de la mesada. He intentado trepar
para ver si hay algo en la alacena, pero solo he dado con latas que no sé cómo
abrir y que, de todos modos, contienen cosas que no podría comer sin prepararlas
antes. Soy consciente de que, tal vez, debería aprender a cocinar. Pero no me
animo. Tengo miedo de un día hacer algún desastre y que papá se enoje conmigo.
No le gusta el desorden en la cocina, pero no parece importarle dejar toda la
sala sucia, sobre todo cuando se queda viendo la televisión hasta tarde en el
sillón.
Cruzo los brazos sobre mi estómago, como si estuviera abrazándome, mientras camino hacia la sala. Papá ya debería haber llegado y de repente me preocupo por él. ¿Y si le pasó algo? Sé que no es el mejor papá del mundo, que a veces toma demasiado y se pone violento, pero… sigue siendo mi papá. Lo quiero. ¿Cómo podría no quererlo? El mes pasado me enfermé y se portó muy bien conmigo. Me llevó sopa a la cama y hasta me compró un cómic. Por unos días fue como si todo volviese a la normalidad, como si mamá todavía estuviese viva. ¿Acaso debería enfermarme más seguido?
Salgo
al porche y me siento sobre los escalones de la entrada. Es de noche y hace
frío. El suéter de lana que llevo puesto encima de la camiseta de manga larga
apenas si me protege de la baja temperatura. Pero quizá pensar en el frío que
me hace me ayude a ignorar el sonido que hacen mis tripas. Además, quiero ver
si papá viene. Seguro se ha tomado el colectivo que pasa a un par de cuadras de
casa. Antes solía traerlo uno de sus compañeros de trabajo. Pero algo sucedió y
entonces ya no quiso traerlo más. Creo que le quedó debiendo dinero, pero nunca
quise preguntarle por eso.
Suspiro
otra vez. En dos días voy a cumplir nueve años, pero no creo que papá se
acuerde. Cuando mamá estaba viva, mi cumpleaños era todo un suceso. Le gustaba
despertarme con el desayuno en la cama durante varios días seguidos. «La cuenta
regresiva para el gran día», la llamaba. Era una rutina que me encantaba. Más
porque tenía la oportunidad de ver el rostro de mamá bien temprano antes de que
se marchara a trabajar que por el té caliente o las delicias y los bocadillos
con los que solía sorprenderme.
—¿Tristan?
Levanto
la cabeza para ver a la señora Davis. Me había puesto a jugar con una ramita
que dejo caer mientras la mujer se acerca hacia donde estoy. Me pregunta por mi
padre. Miento. Le digo que ha salido a hacer las compras. Ella me mira con
desconfianza. No tengo corazón para decirle la verdad, porque sé lo que puede
llegar a pasar si lo hago. A un niño de mi clase le ha sucedido. Su padre no
está nunca en casa y su madre es una… bueno, no se supone que deba decir esa
palabra. Pero alguien le dijo algo a la persona equivocada y ahora lo han
mandado a vivir con su abuela. Yo no tengo abuela. No tengo a nadie más que a
papá. ¿A dónde van a mandarme? ¿Qué le va a pasar a él?
—¿No
quieres venir a casa? —me pregunta. La señora Davis vive en la otra cuadra.
Tiene tres hijos y una hija. Su familia es… bueno, en nada parecida a la mía—.
Podemos dejarle una nota a tu papá.
Me
cuenta que fue el cumpleaños de su hijo mayor y que ha sobrado mucha comida de
la fiesta. Siento cómo mi estómago hace ruido y espero (ruego) que ella no haya
escuchado nada. Se me hace agua la boca de solo pensar en comer, aunque sea una
porción de pizza fría. La señora Davis me dice que, pese a que estamos entre
semana, su hijo Dylan todavía está despierto. Se ha sacado una buena nota en el
colegio y esa noche lo dejan jugar a los videojuegos hasta las nueve. Puedo ir
a jugar con él.
—Yo…
No
sé qué responder. La oferta suena tentadora, pero temo que papá se vaya a
enojar si me voy con la señora Davis. Corrección, sé que se va a enojar. Y si
se enoja y luego las cosas se salen de control, no quiero tener que inventarme
otra mentira en el colegio. No quiero tener que decir que me caí de la patineta
o algo así cuando aparezca con un ojo morado. Ni siquiera tengo una patineta. La
última vez ya la maestra me preguntó si las cosas andaban bien en casa. No
quiero que vuelva a ocurrir.
Pero
tengo tanta, tanta hambre…
Mi
estómago está a punto de ceder y obligarme a aceptar cuando veo que alguien se
acerca a la casa. El corazón me da un vuelco. Es mi papá. Y la mejor parte de
todo es que no viene con las manos vacías, sino que carga con dos bolsas de
cada lado. ¡Ha ido al supermercado! Mi estómago vuelve a hacer ruido, esta vez
de felicidad, mientras yo me pongo de pie de un salto. La señora Davis se da la
vuelta. La felicidad se me va en un abrir y cerrar de ojos, sin embargo, cuando
no puedo evitar preguntarme de dónde ha sacado el dinero. No teníamos dinero.
—Miranda
—saluda a la señora Davis.
—Boris.
Justo Tristan me estaba comentando que habías ido a hacer las compras. Te
estaba esperando —le dice ella. Noto que no menciona el ofrecimiento que me
hizo.
Mi padre y la señora Davis intercambian algunas palabras y luego ella se marcha. Mi padre se acerca a mí, me entrega dos bolsas que están llenas de comida y me palmea la espalda. Puedo oler cigarro y, sobre todo, cerveza. Y si yo he podido olerlo, aquello significa que la señora Davis también. Por dentro me muero de la vergüenza, pero no digo nada. Al menos ha llegado con comida. Al menos parece de buen humor, pese a que sé que está borracho. Al menos esa noche vamos a comer mientras vemos la televisión y nada malo va suceder. Las cosas podrían ser mejor, lo sé. Pero al menos hay postre.
Franco E. Albrecht
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