jueves, 29 de octubre de 2020

Lo que callamos


Lo que callamos


Lunes. Abrís los ojos. «Cinco minutos más», pensás, pero te levantás igual. El piso está helado. En el baño, te mirás al espejo. Te gustaría decir que el fin de semana tuvo un efecto revitalizante, pero es mentira. Suspirás. Otra semana, la misma rutina. En la oficina, tu jefe te grita por un error que ni siquiera es tuyo. Los hombres pequeños tienden a hacerse más grandes a fuerza de gritos y saliva malgastada. Vos podrías hacer valer tu posición, pero perdiste la voluntad a los dos meses. Ahora ya es demasiado tarde. Absorbés los gritos, estoico. Otra semana, la misma rutina.

Martes. Abrís los ojos. «Cinco minutos más», pensás, suspiro de por medio. El piso sigue estando helado. En el baño, te mirás al espejo. Te duele la garganta. Abrís la boca e intentás ver algo. Nada. Corre el agua de la ducha y vos pensás en todo lo que falta para el viernes. «Esta fiesta recién empieza». Tu jefe no te grita y, aun así, tu día no es mejor que el anterior. En tu casa discutís con la voz anónima al otro lado del teléfono que te explica que estás pagando un servicio que no tenés. Sabes que no es su culpa, así que te tragás la ira. Y apenas es martes.

Miércoles. Abrís los ojos. «Cinco horas más, cinco minutos es poco». El piso es una fina capa de hielo. El espejo del baño te devuelve el reflejo de una persona agotada. Todavía te duele la garganta. Ahora le sumamos dolor de cabeza. Dos pequeñas desgracias por el precio de una. ¿Qué más querés? Tus nueve horas de trabajo son una tortura, pero estás contento porque esa noche ves a tu novio. Tu novio, que se pasa la mitad de la cena prendido al celular. Tu novio, que te pregunta cuándo vas a volver al gimnasio. Tu novio, que no se acuerda que ese día cumplen seis meses juntos. Te ahogás en tu propia angustia.

Jueves. No querés abrir los ojos, pero los abrís igual. «Cinco minutos, cinco horas, cinco días». El piso está tan frío que quema. Te mirás al espejo. Tenés marcas en el cuello y no sabés de qué son. La cabeza no deja de palpitarte. Te duele el pecho. Y esa noche tenés cena con tus viejos. Como si fuera poco, te sorprenda tu tía Norma, que no está más a la derecha porque no queda espacio. Y qué tal el trabajo y para cuándo la novia. Y por qué no te comprás un auto y te estás quedando pelado. Y esa traba en la tele y las aborteras con las tetas al aire. Y la recalcada concha de la tía Norma. Pero sonreís. En casa, siempre una sonrisa.

Viernes. No querés abrir los ojos. No los abrís. Cinco minutos, cinco horas. Por suerte, te encuentran antes de los cinco días.

Dicen que lo que no te mata te fortalece. Pero ¿y si te mata?

* * *

Escribí este pequeño relato para el concurso de prosa que organizó @cordobaentreletras. Originalmente iba a escribir algo diferente (ya no recuerdo qué), pero algunas ideas sueltas relacionadas con esta historia me llegaron una noche cuando estaba a punto de dormirme y tuve que levantarme a escribirlas. Quería imprimir un poco de la frustración que conlleva arrastrar una vida rutinaria y cómo el peso de lo que no decimos nos termina pasando facturando. Todo lo que callamos termina expresándose, tarde o temprano, de una forma u otra.

Si bien quedé conforme con el resultado, jamás me imaginé que fuera a recibir el tercer premio en el concurso. ¡Sobre todo porque originalmente no había ni un segundo ni un tercer premio! Así que estoy agradecidísimo por eso.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron el peso de la rutina?

Franco E. Albrecht

No hay comentarios:

Publicar un comentario